No entiendo como no amar el transporte público (2)


Otra vez, reivindico que amo el transporte público. No me importa si su frecuencia no es la mejor, si frena en todas las esquinas o si no me deja justo donde quiero. Yo lo amo, y le creo.

Hoy dude... estaba corta de tiempo, lejos de mi siguiente destino… y dudé. Intenté subir a un taxi, pero el chofer me dijo que esperaba a otra pasajera, y no pude abordarlo. Seguí esperando el 115 y llegó. A una cuadra de la esquina donde lo tomé, el chofer bajó del coche para tomar un breve y merecido descanso. Es increíble, me digo, parece mentira, me reclamo. Obviamente la culpa es mía por no salir con tiempo y no del pobre hombre que tiene una escala reglamentaria para pasar por el baño.

Seguimos viaje con destino a la otra punta de la ciudad y el tránsito de mediodía se reía de mi prisa, mientras yo cogoteaba por la ventana la posibilidad de saltar del colectivo para caer coreográficamente en un taxi (que no veía venir).

En eso sube un vendedor. Suelo ser feliz con este tipo de apariciones interactivas. Lo escucho. No es el típico abrumador. No cuenta su historia, su situación, ni sus desgracias. Va directo al punto, nos da dos resaltadores a cada pasajero. “Sin compromiso”, aclara mientras reparte, y aun así, recibe muchos “No, gracias” con esa mezcla de amabilidad e indiferencia tan común en estos casos.

Aguardo en mi asiento, jugando con los resaltadores, mientras pienso  en sus colores y en los usos que les darían los distintos pasajeros noestudiantes presentes. Estaba inventando historias en mi cabeza cuando algo sutil  e inesperado interrumpió mis pensamientos; es el vendedor, hace algo extraño... toca el timbre y se ubica frente a la puerta de descenso. Aguardo alguna actitud disparatada:
  • ·         Que pida algo a alguien de aquella esquina
  • ·         Que baje a agarrar algo y vuelva
  • ·         Que intercambie algo pre acordado con alguien en esa parada
  • ·         Que grite alguna cosa con medio cuerpo por fuera del coche
  • ·         Que baje por una puerta y suba por la otra

Estas cosas esperaba que pasen, pero el solo se bajó. La puerta se cerró, el colectivo avanzó y el vendedor se quedó intencionalmente abajo.

“Ahora sí que no entiendo más nada” dijo un hombre mayor, mientras todos nos mirábamos con los resaltadores en la mano y la sonrisa con sorpresa  en los labios.



No entiendo como no amar el transporte público, cuando te pasan cosas como esta.


No entiendo, pero lo intento


Nos duele cuando una persona a la que queremos mucho deja su cuerpo. 
Nos duele la cabeza como si los pensamientos ya no tuvieran suficiente lugar en el perímetro del cráneo. 
Nos duele el pecho como si el corazón estuviera apretujado. 
Nos duele el futuro cuando imaginamos los próximos momentos que no vamos a compartir. 
Nos duele la existencia de reconocernos seres limitados, con fecha de vencimiento incierta. 
Nos duele el entorno sumido en el desconsuelo.

Nos duele la mudanza de esa persona, que deja un cuerpo que ya no le sirve y se instala en nuestra cabeza y en nuestro corazón, nos duele ordenarnos para recibirlo y aprender a convivir con este nuevo estado de su ser, más cercano, más interno, más intenso.

Nos duele la cabeza, porque sus recuerdos se ensanchan y nos duele el corazón porque su presencia dilata el espacio en el que le permitimos anidar.

Cuando una persona a la que queremos mucho deja su cuerpo, se muda al nuestro, y eso duele, hasta que afianzamos la convivencia.