Amo tanto a los perritos que voy a hacer que me traigan uno
nacido en una fábrica, modificado genéticamente para que sea estéticamente
adecuado, nacido de una madre obligada a procrear a nivel industrial, pagado
como cualquier otra mercancía, rentable para otro ser humano y de la raza de
moda, como un par de zapatos o una cartera.
No tengo perro, y si bien alguna vez les conté que admiro a la gente que tiene perros, hay un amplio grupo de gente que creo se me hace difícil de entender. Para ellos, en algún momento de sus vidas, los animales, las mascotas, fundamentalmente los perros; se
vuelven objetos al servicio de un sistema que nuestra especie eligió y el resto
de las especies acata;
¿Queremos un perro o queremos al perro?.
Querer un perro es como querer una heladera, es atribuirle una función que viene a ejecutar en nuestra vida, es una necesidad nuestra por la que hay que pagar. Querer al perro es muy diferente, consiste en pensarlo como un ser, saber que está vivo y muchas veces nos necesita más que nosotros a él.
Elegirlo
en una vidriera, comprarlo por internet, pedir la garantía de que no venga
“fallado”, que tenga papeles, que sea cachorro de esos que salen bien en las
fotos, razas ideales para departamentos, razas aptas para convivir con niños
como juguetes sin batería, razas de cuidado como agentes de seguridad sin
sueldo con caras de malos (a esos, por lo general les toca dormir afuera), raza juguetona que saben traer el palito o la
pelotita los días que queremos jugar en el parque (pero deberían aprender a no querer hacerlo cuando estamos ocupados), razas tranquilas y pequeñas para que adornen el regazo de alguna señora mayor.
Como salidos de un
catálogo, como pedidos a un delivery, como cualquiera de las muchas mercancías
que hemos sabido generar en las patéticas sociedades de consumo que encarnamos.
Así… pero peor. Pagamos por
un amor fotogénico para desfilar nuestra hipocresía, en lugar de ofrecer amor a un cuzquito. Después será tiempo de decorar con buenas intenciones la
selección de raza y justificar la incompatibilidad de un mestizo con nuestra cotidianidad.
La palabra raza que nos trajo tantos problemas, que evoca a
Alemania y al exterminio del pueblo americano, entre otras muchas barbaridades, esa es la palabra terrible. Hablar de raza es hablar de
discriminación, sea de la especie que sea y hablar de comprar seres vivos es
hablar de trata, esclavitud y cinismo, sin eufemismos.
Y así vamos… de shopping a pagar amigos, mientras cientos de
bichitos trabajan para ese negocio en infinidad de criaderos, mientras cientos
de bichitos sufren de abandono en todas las ciudades, mientras el valor de la
vida lo pone un vendedor y no un corazón misericordioso. Así vamos, pagando por
amor.
Lo que sigue ya es peor, porque cuando el foco está en las personas y se desconoce la razón de ser de la otra especie, los finales pueden ser diversos... desde una eutanasia por hiperactividad, hasta un paseo permanente al campo porque es muy grande y en casa no va a ser feliz (¿?)
Lo cierto es que los amigos no tienen precio, lo cierto es que los amigos no tienen color, ni raza, ni carácter... son como son, aparecen en nuestras vidas en momentos clave y necesitan de nosotros en momentos que no siempre son los más oportunos, y ahí estamos para ellos. Por supuesto que lo que recibimos a cambio es invaluable y maravilloso. ¡De eso se trata!
De verdad y desde siempre; no entiendo a los que compran perros.
No compres uno de raza, adoptá uno sin casa.
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