Nos duele cuando una persona a la que queremos mucho deja su cuerpo.
Nos duele la cabeza como si los pensamientos ya no tuvieran suficiente lugar en el perímetro del cráneo.
Nos duele el pecho como si el corazón estuviera apretujado.
Nos duele el futuro cuando imaginamos los próximos momentos que no vamos a compartir.
Nos duele la existencia de reconocernos seres limitados, con fecha de vencimiento incierta.
Nos duele el entorno sumido en el desconsuelo.
Nos duele la mudanza de esa persona, que deja un cuerpo que ya no le sirve y se instala en nuestra cabeza y en nuestro corazón, nos duele ordenarnos para recibirlo y aprender a convivir con este nuevo estado de su ser, más cercano, más interno, más intenso.
Nos duele la cabeza, porque sus recuerdos se ensanchan y nos duele el corazón porque su presencia dilata el espacio en el que le permitimos anidar.
Cuando una persona a la que queremos mucho deja su cuerpo, se muda al nuestro, y eso duele, hasta que afianzamos la convivencia.
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