Febrero. El mes corto que cada cuatro años se hace un
poquito más largo, para seguir siendo el mes más corto. Pobre febrero. El
patito feo del calendario.
El mes bisagra entre no hacer y empezar.
El de las
vidrieras con salvavidas de colores y guardapolvos blancos.
Febrero de exámenes
decisivos que determinan el resto del año.
Febrero de rutinas de verano
aceitadas y llegando a su final.
Febrero con música de murga y carnaval. Ruido de
ventiladores cansados y charquitos de aire acondicionado. Febrero de mosquitos zumbando al oído cuando queremos dormir, interminables filas
en las heladerías y listas de pendientes que empiezan a engordar.
Y así llega
febrero, y así también se va.
Muchas fotos de playa y gente al sol, muchas
quejas por el calor y un poquito de ganas de que la rutina vuelva a rodar.
Febrero huele a cloro de la pile y tiene gusto a helado que
se pegotea en las manos mientras se derrite más rápido de lo que la lengua lo
puede saborear. Febrero de altas temperaturas y bajas expectativas… un mes que está
ahí, porque alguno tenía que estar.
No entiendo a febrero, me promete cosas que no dependen de
él.
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