Días de abecedario es un
juego propuesto por alguna de las personas a las que leo (sigo tratando de
recordar cual) y hace varios años trato de juntar las ganas de hacerlo. La idea
es escribir utilizando cada una de las letras del abecedario. Lo que sea, lo
que surja, lo que se pueda… según lo que esa letra nos invite. Aquí vamos
con la “V”
Desde chiquitos escuchamos
hablar de la vocación, del llamadito, o el talento innato para hacer algo, para
ser alguien. No todos lo escuchamos, no todos a tiempo, muchos ni sabemos si lo
escuchamos o nos imaginamos la voz que nos convenía oír… sin embargo, estamos
rodeados de personas cuya vocación los mueve a hacer cosas increíbles y
personas que apagaron esas voces para sumirse en una profunda negación de si mismos.
Esa convocatoria extraña a una forma de vida, ese interés profundo que nace desde muy adentro es lo que nos hace mezclar un poco de lo que tenemos y otro poco de las herramientas y conocimientos necesarios que buscamos, para seguir el camino que creemos que es el nuestro.
Pensando estas y otras cosas, un día escribí un cuentito... y acá va.
Se levantó sonriendo en mitad
de su sueño. Soñaba con su familia, con un almuerzo familiar en el que estaban
todos. Estaba la abuela Delia con la mirada dulce, estaba el abuelo Emilio con
la carcajada estruendosa, estaban sus padres, contentísimos, sirviendo la mesa,
estaba su hermana, contándole cosas graciosas de la semana laboral, estaba su
hermano, presentando novia nueva, estaba Haras, la labradora dorada que desde
cachorra viva con ellos en el coqueto barrio porteño que la vio nacer. Estaban
ellos y estaban otros, los muy cercanos y los no tanto. Y se levantó sonriendo.
Se acercó a la ventana y
corrió la cortina. Era domingo. El sol entró y desde el marco inferior de la
ventana emergieron tres cabecitas profundamente oscuras, tres cabecitas rapadas
con enormes bocas repletas de dientes excesivamente blancos. Inés devolvió la sonrisa y fue a abrir la puerta.
Un viento suave peino la tierra de la vereda y como un suspiro caliente besó el
cuerpo de Inés. Viento africano, aire de
Mozambique.
Más criaturas se acercaron a
la puerta para llenar de cariño físico a Inés y mezclar el portugués natal con
el español que tímidamente venían aprendiendo en la escuela.
Ante el alboroto y para no
perderse el revuelo, de abajo de un sillón salió un perrito petiso, bigotudo y
bastante chueco que moviendo una cola larga y despeinada se ganó el
protagonismo de la improvisada reunión.
Inés miro su nueva mascota,
sus nuevos amigos, su nueva casa y recordó su sueño reciente. Evocó a su
familia. Que nostalgia de Buenos Aires sentía a veces. Las risas aumentaron de
volumen y ahuyentaron los pensamientos de Inés que se unió a los juegos de los
chicos del barrio.
Mañana otra vez seria lunes y la salita de cuidados médicos le
seguiría confirmando que estaba justo donde tenía que estar. La vocación de la
doctora Inés estaba muy lejos del coqueto barrio porteño que la vio nacer. Y la
distancia cuesta, pero ella es increíblemente feliz.
No entiendo como la vocación nos mueve y nos conmueve de maneras maravillosas e insospechadas. Somos capaces de mucho cuando descubrimos a que venimos.
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