Ya escribí sobre pérdidas, ya escribí sobre duelos, y tengo
bastante entendido el tema de las ausencias biológicamente inevitables.
Hace poco me preguntaba ¿para qué voy a un velatorio?.
Siempre me pareció que eran rituales necesarios para
elaborar la pèrdida del un ser querido, para tomar conciencia, para convencernos de que esa verdad
tan dura como inevitable es real. Siempre me pareció importante cumplir con los
ritos de la sociedad y los entendí.
Hace poquito me toco atravesar el
tristísimo momento de perder una amiga. Ya tenía muchos velatorios en mi trayectoria por este mundo y sus rituales, pero todos de familiares o familiares de amigos, era la primera vez que perdía a una
amiga. Y ese dolor era tan nuevo como raro.
Era la primera vez que no tenía
gran sentido abrazar a los parientes, porque no sabía quiénes eran, era la
primera vez que llegaba a una sala velatoria a no conocer a nadie, más que a
quien no me iba a poder abrazar.
Y no lo entendí.
Y todavía no lo entiendo.
Y fui, porque creo en los rituales y los siento
verdaderamente necesarios… pero hay casos en los que no termino de entender
cómo funcionan. Tal vez son solo espacios para llorar en el momento y en el
lugar que el rito pide, como si eso hiciera que no nos sorprendieran las lagrimitas
en el cordón de la vereda o en la fila del supermercado, cuando se nos cruza un
recuerdito de esas personas que nos quedan impregnadas en el cuerpo apenas
dejan en la tierra el suyo.
No entiendo algunos rituales, los sigo, los interpelo, los cumplo... pero no los entiendo.
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