No me gustan los filos, los bordes, las aristas.
No me gustan los ángulos, las rectas, lo derecho. Tampoco me
gusta el ideal de perfección que persiguen. Pero fundamentalmente, me abruma su
connotación de agresividad.
Viviría en un mundo redondo, ovalado, acolchonado, donde las
puntas nunca sean puntudas, ni pinchudas, ni aristosas. Donde los bordes no
estén muy definidos, porque las definiciones son siempre mentirosas y las
líneas rectas no se sentirían cómodas y dejarían de existir, ocupando un lugar
en la mitología cunado algún nostálgico las recupere evocativamente.
Geometría blandita, formas imperfectas, perfectamente
imperfectas. Ennubesitada geometría de las curvas que conservaron el anonimato
cuando todas las figuras con lados y ángulos recibieron su nombre; porque todas
las figuras con lados rectos tienen ángulos y tienen nombre. Están rotuladas y encasilladas. Las
formas curvas, no. Se escaparon del afán clasificatorio y del dominio del
lenguaje, se filtraron de los estándares y se pusieron a bailar.
Coreografía de curvas, sintonía de bucles y vueltas, girando
o cayendo torpemente, saltando o solo quietas, pero con la rotunda sensación de
movimiento que contagia su presencia.
Las formas erráticas, las formas deformes en toda su contradicción.
Esas quiero.
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