Estaba
trabajando en la exposición de obras de un reconocido artista emergente. Un
joven talentosísimo cuyas imágenes no dejaron de sorprenderme a lo largo de los
dos meses que conviví con ellas. A dos cuadras de donde yo trabajaba, en el
Museo de Bellas Artes de mi ciudad, se estaba desarrollando mi graduación como
Técnica en Conservación de Museos. Me dieron la posibilidad de estar ahí, pero
no me resultó atractivo. Estaba en pleno ejercicio de mi flamante profesión, en
el momento más feliz (hasta hoy) de mi tarea museológica. Los títulos se
dignifican en la práctica, no en las fotos con los diplomas.
Casi un año
antes, había rendido mi última materia de la tecnicatura, sin mucha
rimbombancia, solo fui, me presenté y di mi examen como había hecho con las
otras treinta instancias evaluativas que conformaron los tres años del
recorrido académico. Al salir alguien me preguntó si me faltaba rendir mucho más.
Le conté que ya ninguna. Algunas felicitaciones, otros abrazos y palabras
lindas de un par de docentes que andaban por ahí. Me fui a cenar con mi
familia, celebrábamos el aniversario de bodas de mis padres, y metimos un
brindis por el fin de mi carrera
El año
anterior había tenido una crisis vocacional, no me gustaba casi ninguna
materia, me aburría mucho, me parecía que nada de eso tenía sentido y evaluaba
abandonar el trayecto formativo. Algunas charlitas de catarsis y seguí
estudiando.
Cuando empecé
la carrera, me quedé fascinada por la diversidad de edades y motivaciones que había
en el grupo de ingresantes, me parecía increíble que esas cabezas tan distintas
estén congregadas con un interés en común, fue lo que más me cautivó. Un lujo
de experiencias múltiples que me incluía.
Había llegado
ahí casi por casualidad, un día,
caminando, levanté la cabeza, y en lo alto de un poste semi borrado, se
anunciaba en letras pequeñas “Escuela Superior de Museología”. Yo acababa de
terminar mi licenciatura, y necesitaba volver a las aulas. Me sonó como una invitación
y al día siguiente me inscribí con el propósito de cursar solo algunas materias, a modo de hobby. No
funcionó.
De chiquita había
tenido varias colecciones, una de las que recuerdo horrorizada es la de “mosquitos
muertos”. Trataba de cazarlos mientras me picaban y conservarlos en una cajita
sin que se dañen. Además coleccionaba lápices y biromes de muchas formas, y mis
vacaciones eran el momento predilecto para engrosar el acopio. Ver museos, me
gustó siempre.
Quizás fue en
la casa de fin de semana donde se expresó la vocación, no encontré a nadie con
la misma actividad… pero para mí era muy común jugar a armar museos. Recorría la
casa y sus alrededores juntando cositas de la naturaleza; nidos de pájaros,
huevos de mosquito, caracoles de zanja, plumas, bichitos muertos, plantitas
raras… todo lo que me llamara la atención. Entre dos arbustos del jardín de aquella casa, se formaba una
especie de cueva, y me parecía evidente que ese era el mejor lugar para armar
un Museo de Ciencias Naturales. Inventaba historias para mis hallazgos y toda
mi familia debía visitar mi muestra.
No entiendo
como nacen los museólogos. En mi caso fue así.
Esta
publicación forma parte del proyecto “30 días de escribirme”, propuesto por el
blog escribir.me (todos invitados a jugar!)
Día 14: escribí un evento
de tu vida de atrás para adelante
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