Otra vez, reivindico que amo el transporte público. No me
importa si su frecuencia no es la mejor, si frena en todas las esquinas o si no
me deja justo donde quiero. Yo lo amo, y le creo.
Hoy dude... estaba corta de tiempo, lejos de mi siguiente
destino… y dudé. Intenté subir a un taxi, pero el chofer me dijo que esperaba a
otra pasajera, y no pude abordarlo. Seguí esperando el 115 y llegó. A una
cuadra de la esquina donde lo tomé, el chofer bajó del coche para tomar un
breve y merecido descanso. Es increíble, me digo, parece mentira, me reclamo.
Obviamente la culpa es mía por no salir con tiempo y no del pobre hombre que
tiene una escala reglamentaria para pasar por el baño.
Seguimos viaje con destino a la otra punta de la ciudad y el
tránsito de mediodía se reía de mi prisa, mientras yo cogoteaba por la ventana
la posibilidad de saltar del colectivo para caer coreográficamente en un taxi
(que no veía venir).
En eso sube un vendedor. Suelo ser feliz con este tipo de
apariciones interactivas. Lo escucho. No es el típico abrumador. No cuenta su
historia, su situación, ni sus desgracias. Va directo al punto, nos da dos
resaltadores a cada pasajero. “Sin compromiso”, aclara mientras reparte, y aun así,
recibe muchos “No, gracias” con esa mezcla de amabilidad e indiferencia tan común
en estos casos.
Aguardo en mi asiento, jugando con los resaltadores,
mientras pienso en sus colores y en los
usos que les darían los distintos pasajeros noestudiantes presentes. Estaba
inventando historias en mi cabeza cuando algo sutil e inesperado interrumpió mis pensamientos; es el
vendedor, hace algo extraño... toca el timbre y se ubica frente a la puerta de descenso. Aguardo alguna
actitud disparatada:
- · Que pida algo a alguien de aquella esquina
- · Que baje a agarrar algo y vuelva
- · Que intercambie algo pre acordado con alguien en esa parada
- · Que grite alguna cosa con medio cuerpo por fuera del coche
- · Que baje por una puerta y suba por la otra
Estas cosas esperaba que pasen, pero el solo se bajó. La puerta
se cerró, el colectivo avanzó y el vendedor se quedó intencionalmente abajo.
“Ahora sí que no entiendo más nada” dijo un hombre mayor,
mientras todos nos mirábamos con los resaltadores en la mano y la sonrisa con
sorpresa en los labios.
No entiendo como no amar el transporte público, cuando te
pasan cosas como esta.