Pero lo más curioso es que no entiendo como no las amo.
Por mis gustos, mis creencias, mi forma de ver el mundo,
debería de ser la más bicifriendly, por una cuestión de libertad, de autonomía,
de viento en la cara, de conciencia ambiental, en verdad estoy convencida de
que esos son mis estandartes y no puedo creer que no me sume a esta marea de
pedaleadores, o me pregunto si seré puramente mal llevada.
Resulta que uno de los seres emblemáticos de mi vida, es mi
abuelo, si, él. Mi abuelo tiene muchas virtudes, y yo adoro pasar tiempo con él… sin embargo, su mundo y su pasión, son las bicicletas. Gran campeón
ciclista en sus años dorados y reconocidísimo bicicletero el resto de su vida,
ir a ver a mi abuelo suponía (desde muy chica) ir a jugar a su taller, entre fierros y rulemanes,
bocinitas y ruedas… mi abuelo es por y para las bicicletas.
¿Cómo explicar que nunca aprendí a pilotear una de esas
cosas?
¡No lo sé! (tampoco sé como acabo de hacer pública esa confesión)
Toda mi vida estuve rodeada de ellas, y creo que eso las
convierte en algo más parecido a un objeto de culto que utilitario.
Quizás sea para no opacar el brillo de esa parte de mi vida que simbolizan que no les di uso.
Nunca entendí como la gente se subía a algo que desafiaba las leyes de la
física y la lógica de los miedos.
¿Alguien midió el ancho de las ruedas sobre las que millones
de personas hacen inverosímil equilibrio para transportarse?
¿Acaso alguien podría imaginar que cientos de niños
sangrarían a manos de sus padres hasta tener la destreza necesaria para dominar
el vehículo a lo largo de montones de generaciones?
Coordinar las rodillas y los brazos mientras el equilibrio y
la vista atenta hacen su parte, me parece algo excesivamente mágico.
Comparto muchas cosas con los que la eligen como elemento de
movilidad, pero no los entiendo, y es una cuestión que me confunde, porque
debería ser parte de ese grupo, y no estar acá escribiendo cuestionamientos.
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