Es jueves, y
mientras trato de concentrarme en mis pensamientos sentada en la mesa de una
heladería, se cuela la voz del chico de la caja relatándole un gol a otra
empleada con un nivel de retórica y detalle que más de un crítico de arte
envidiaría al momento de enunciar una obra.
A cada
cliente que entró le hizo un comentario deportivo. A cada niño que vió le
pregunto su preferencia futbolística. A cada uno de sus compañeros les hizo
chistes y les habló de apuestas y hasta se interesó por saber dónde, cómo y con
quien habían estado al momento del suceso. Todos le respondieron y todos hablan
del tema.
Es jueves,
el partido se jugó el domingo y era uno más del montón. Es jueves y él todavía
saborea cada segundo de aquel retacito del fin de semana. Es jueves y su
trabajo se reviste con la sonrisa que la contienda dominguera le dejo en los
labios. Es jueves y no me imagino su lunes, o esas horas de domingo en que su
vida tomó impulso.
Es lunes, el
diario pregona en su tapa los resultados del encuentro, analiza las jugadas,
cuestiona las actitudes, ensalza algunos apellidos y defenestra otros, comparte
fotos, señala anécdotas, es lunes y el diario se suma a la radio, la tele y las
redes sociales para seguir hablando de otro partido tan intrascendente como el
anterior y como el próximo. Es lunes y todas las secciones del diario son
pasadas por alto para llegar al suplemento deportivo, es lunes y todos los
medios de comunicación amontonan su relato de nuestra realidad para dar más
espacio al ritual futbolístico del domingo, la misa pagana, el místico
encuentro de feligreses embanderados bajo la ingrata pasión.
Es miércoles
y alguien en un bar cuenta orgulloso anécdotas de tiempos pasados vinculadas al
club de sus amores. “El día que nació mi hijo yo estaba en la cancha”, “Aquella
tarde me escapé de la escuela para ir a comprar las entradas del partido”, “Mi
viejo vendió la moto para que vayamos a alentar cuando jugamos de visitantes en
tal lado” y muchas que prefiero ni enunciar…está feliz de compartir en esos
párrafos la magnitud de su desmedido amor por un equipo de futbol, como le
enseñó su padre, como aprenderá su hijo. Lo exagerado de sus muestras de
fidelidad con la institución lo jerarquiza en la mesa y le concede la atención y
la admiración. Habla en primera persona del plural, ganamos, jugamos,
clasificamos…. Cualquiera diría que es jugador de algún equipo. Pero no. Es uno
más de los muchos que tributan a la causa.
Es martes,
si, martes en la ciudad y martes en el planeta del que ya no forma parte un
hincha que murió en el partido del fin de semana. Causas dudosas, muchas
versiones y otra familia destrozada después de un encuentro deportivo que no
pudo terminar en paz. Es martes en la vida de los que siguen vivos y en la casa
donde el domingo empezó a faltar un
padre, en la mesa donde empezó a faltar un hermano, en el barrio donde empezó a
faltar un amigo. Es en muchos lugares, otro martes. Y punto.
No entiendo
a los fanáticos de futbol, porque si bien hay narraciones y canciones y libros
enteros que tratan de explicar esa pasión, me parece sobredimensionada y hasta
perversa. Porque gente que no tiene nada deja todo, porque los valores se
retuercen en nombre de un equipito de futbol.
Amar un
equipo de futbol, es un signo vacío (perdón-perdón a cientos de amigos); el
equipo de futbol cambia de jugadores, técnicos, personas, y lo que prevalece es
una combinación de colores, que no encuentra ninguna continuidad más que sus
fanáticos.
Son pasiones
hereditarias, y cientos de personas se llenan de orgullo al enunciar cosas
ilógicas que han hecho en nombre de su equipo.
Y para peor,
en mi país, en mi ciudad, este fanatismo lleva a la muerte.
Las
canciones de las tribunas incitan a la violencia, les suena natural decir que pueden dar la vida por esos colores, y es
cierto.
No entiendo
a los fanáticos de futbol… pero somos pocos los que no entendemos… para la mayoría,
lo que no se entiende es que yo piense así.
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