Me gusta estar al lado del camino. Pero también me
gusta estar parada en el medio de la calle. Mirar pasar y hacer camino me gusta
conectar con el camino, mirar a otros peatones a los ojos. Me gusta ese
contacto visual de buscar almas en la multitud de cuerpos masificados que
circulan cuantitativamente entre otros tantos. Estar un poquito al lado del
camino y mirar la imagen desde afuera. Leer la gestualidad, la iconicidad que
cada uno elige para volverse masa entre los muchos o los no tantos. Ver la
coreografía de movimientos nunca ensayados, pero profundamente orquestados de
los caminantes de la peatonal, los conductores de alguna avenida o los usuarios
sobre un colectivo. Muchísimos códigos no escritos guiando la dinámica, el “entre”,
los vínculos desvinculados de esos que creen ser singular cuando somos plural.
Cada uno haciendo el nosotros y el nosotros necesitando los unos.
La mística de la grupalidad haciéndose ver, dejándose oír,
pudiéndose respirar.
Me gusta disfrutar de esos caminos, caminarlos y no tanto,
hacerlos y mirarlos, me gusta saborearlos, quizás la palabra sea
desnaturalizarlos, sentir esos pactos milenarios.
Llevo años pensando en torno a la idea de nolugar que
propone para la antropología Marc Augè. Quizás un poco fascinada por el
hallazgo de rincones donde la acción se suspende y el “entre” no es más que un
pasillo donde nada cabe.
Me descubro una mañana de domingo entre los primeros fríos
del año, cuando aún muchos paseanderos no se le animan a la intemperie, las
calles, hermosas, pero exclusivas, esa mezcla de gran show y poco público que
evoca el under. Voy a tomar el colectivo.
Mientras camino el “entre”, escucho un saludo, respondo
enfáticamente y me llevo otra sonrisa para mi ajuar. Es el vigilador de un
estacionamiento al que nunca entré. A menudo paso por la puerta y el
intercambio de saludos es el único nexo que probablemente tenga siempre con ese
pedacito de mi entre.
El “entre”, no lugar que une mi casa con la parada del
colectivo, solo me conecta con otro no lugar; la hipopotámica silueta metaloide
que pesadamente avanza con fiaca dominguera. Me subo al transporte. Sonrío,
saludo… el chofer me mira a los ojos, conectamos sonrisas en un “buen día”, es
mi segunda sonrisa de la mañana… el vigilador, el chofer… gente que está
siempre ahí… junto a mí, pero junto a otros muchos… y qué pocos son quienes los
ven.
Lo pienso profundamente y encuentro escenas similares en
otros trayectos y paisajes. Claramente si caminara mi ciudad con Marc Augè, él
habría hecho un libro sobre la noción de no persona.
No entiendo como pasar por el camino sin pasar, cruzar
personas sin vincular, como habitar ciudades sin conectar. Los no lugares se
llenan de no personas y es solo cuestión de miradas para volver a sentirnos
humanos.
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