No entiendo a Agosto



Agosto empieza con “A” de alegría, cuando las vacaciones de invierno nos dejaron contentos y listos para enfrentar la segunda mitad del año
Agosto, sigue con “G” de grullas, cada el seis de ese mes mientras recordamos esperanzados el aniversario de aquel espantoso día de Hiroshima y plegamos con la convicción que nos congrega a construir la paz cotidiana
Agosto, con “Oredonda, como un globo, porque es el mes de los niños y la chocolatada compartida, el mes que celebra la infancia y hace fiesta en cada barrio para invitarnos a jugar
Agosto con “S” de sol, como el que reaparece para regalarnos algunas tardecitas tibias que nos reencuentran en el parque.
Agosto con “T” de tormenta, porque nos regala la furia de Santa Rosa que parte el cielo para hacernos vibrar con el fenómeno atmosférico que anuncia su despedida
Agosto que termina con la “Ode omisión, porque es un mes con perfil bajo, que silba despacito y sin hacer mucho ruido, pasa inadvertido entre la humanidad



Agosto pasa sin dejar huella, , antes de la maratón de fin de año... agosto de mucho viento y rutina sin sobresaltos, no tiene muchos relieves y llega cuando estamos con el piloto automático encendido, surfeando el año, con la rutina estable y las cosas regularmente en su lugar


No hay mucho que decir de agosto, no entiendo el hechizo que lanza sobre nosotros cuando nos hipnotiza con dominguitos que invitan al aire libre y nos acorrala con heladas matutinas, pero todo con una sonrisa calma que nos hace quererlo sin querer, porque no es extraordinario, pero viene bien, porque no siempre tiene que ser todo explosivamente bueno.


No entiendo las grullas




Semba-Tsuru, Mil grullas…

...es una creencia popular japonesa que asegura que siguiendo la milenaria técnica de origami, plegando mil veces la grulla, se logra alcanzar la larga vida y felicidad.


Estoy en mi infancia… escuela primaria, primeras lecturas elegidas sin que la seño o mamá nos inviten a leer. Decisiones profundas. La tapa del libro anuncia “No somos irrompibles”, un libro clásico de biblioteca áulica de mi generación, leo el prólogo y es justo lo que esperaba. Entre los cuentos, paso las hojas entusiasmada, y entonces se abre una bisagra eterna en mi mundo: Mil grullas
Elsa Bornemann cuenta la historia de dos chicos que juegan juntos, hasta que la guerra hace su triste paso por las jóvenes vidas de estos enamorados. Yo atravieso renglones sumergida en la historia real de una ciudad lejana que en 1945 vio desvanecerse a medio millón de japoneses. Yo, en pantuflas en mi casa de Rosario, me imagino el corazón hecho un bollito de un nene que plegó durante toda la noche cuadraditos de papel para salvar la vida de su amiga. Mi primer cuento sin final feliz.

Años más tarde escribo una poesía y me animo a leerla en público en un grupo de adultos interesados en la literatura. Soy por lejos la más joven, leo con voz temblorosa y el aplauso me pone muy colorada

“No era cielorraso pintado en color fuego,
No había sido inventado por un niño cuentero,
No era año nuevo, noche buena o navidad,
con fuegos artificiales de un color en especial
El cielo de Hiroshima,
cielo rojo fue ese día,
la guerra fue fatal
terminando por completo con el pueblo japonés,
pueblo que, sabes, que no volvió a ver el sol”

Nunca me olvidé de esos versos, nunca me olvidé de las grullas.

Muchos años después, estaba por casarme y decidí plegar mis mil grullas. Ya eran tiempos de internet y en la búsqueda de tutoriales, apareció una acción por la paz que tenía sede en mi ciudad. Tuve que encontrarlos, tenía que ser parte de ese grupo.

Aprendí los pasos. Plegué grullas, me casé, seguí plegando. Me sumé a Mil Grullas por la Paz, la acción pública de Rosario que cada seis de agosto expone montones de grullas de papel a montones de kilómetros del lugar en el que nació la leyenda. 
Conocí gente. Plegué con otros. Enseñé a plegar. Expliqué la guerra como si tuviera explicación. Doblé papelitos junto a dedos chiquitos, dedos arrugados, dedos largos, dedos torpes, dedos ágiles… todos los dedos del mundo pueden construir la paz.
Cada año, las grullas me hicieron distintos regalos. Personas, momentos, juegos, lágrimas. Cada año, en algún lugar, alguien me preguntó la razón por la que mis manos siempre juegan con cuadraditos de papel.

El acto de plegar una grulla es tan simple, pero tan complejo como la mismísima sinfonía de la paz. Cada pliegue requiere una prolijidad que lleve al equilibrio la pieza, y cada una implica una dedicación que el conjunto no resta.
Pienso en niños plegando grullas, pienso grupos de gente en una mesa y papeles cuadrados, pienso en patios de escuela con grullas, pienso en brazos abrigados con camperas gordas, que pese al invierno sacan las manos de los bolsillos para plegar. Pienso en discusiones y pliego grullas, pienso en momentos tristes y pliego grullas, pienso en gente querida mientras pliego grullas. Un niño desconocido en la espera de un aeropuerto, pliego una grulla, comparto una sonrisa. La fila del banco, un momento de espera, espero entre grullas. Una reunión de trabajo, tensa, dinámica o aburrida, se charla distinto mientras se pliega una grulla. Una golosina muy rica, pliego el papel. El boleto de colectivo, el esfuerzo del trabajo cotidiano, pliego el papel. El ticket del supermercado, el pan de cada día, pliego el papel. La nafta, un pasaje o un peaje... pliego cada viaje. Invento rituales dentro del ritual de las grullas. 

Las amontono en cajitas por toda la casa, las enhebro de a cincuenta, las entrego cada año al viento de agosto en el que Hiroshima sobrevuela Rosario para que no nos olvidemos que la Paz es tarea de todos.
Cada año, en Rosario, se despliega la paz, se elevan los deseos colectivos, esos que las sociedades se olvidan de tener, lo grupal, lo que nos une, nos convoca, a todos. ¿Quien podría no querer la paz?


No entiendo las grullas, pero ellas me entienden a mi.