No entiendo a los que no buscan tesoros.



Desde chicos, todos esperamos hacer grandes descubrimientos, jugamos a encontrar a nuestros amigos, encontramos lo que esconde la seño, mezclamos ingredientes para revelar misterios que todavía son desconocidos y buscamos al grillo en las noches de campamento, amamos encontrar tesoros.

Sorpresa en el hueco del árbol

De más grandecitos, queremos encontrar un amor, descifrar una fórmula de alguna materia de la escuela, develar nuestro estilo y nuestra personalidad.

Cuando seguimos creciendo experimentamos el mismo placer al hallar un libro muy querido en el anaquel de alguna librería, o las proporciones perfectas de una receta de cocina nueva, e incluso nos fascina descubrir un conocido en la vereda por pura casualidad.

Al señor le tuvimos que explicar nuestra actitud sospechosa

La cosa cambia, la esencia sigue intacta. El placer de encontrar algo, lo que sea, nos maravilla a todos. De esto se dio cuenta un grupo de gente hace un tiempo y crearon un juego enorme, tan grande que sus participantes están en muchísimos países, tan grande que su tablero es el mundo entero.

Se llama Geocaching y se juega con el teléfono, el GPS o las pistas on line. Hay tesoros físicos, pero lo verdaderamente importante, es la magia de encontrar algo. Los lugares son remotos o cercanos, difíciles o recontra fáciles, muchos están escondidos a la vista de todos, y nadie sabe que están ahí. Son cosas de todos los tamaños o simples contenedores de dimensiones mínimas con algún papelito adentro para firmar que lo encontramos. 
Es una genialidad.


Jeremy Irish, se llama el creador… y somos cientos de miles los que creemos que él nos hizo un regalo mágico. Jeremy y su juego nos permiten jugar a lo grande. Con el teléfono o el GPS en reemplazo del ajado mapa del tesoro de las películas, nos aventuramos en nuestra ciudad, en nuestras vacaciones, o en escapaditas de un par de horas o algunos días… nos vemos en una misión secreta, intentando que nadie sepa que estamos en mitad de una búsqueda, nos trepamos a un árbol, nos tiramos al suelo a revolver entre las hojas, nos pasamos horas mirando el tronco de una palmera o nos adentramos por caminos de tierra que nunca hubiéramos caminado sin esta motivación. Releemos las pistas, consultamos informantes claves y metemos las manos entre bichos y objetos que mejor ni mirar.


Cuando por fin el contenedor aparece, todo valió la pena. Sonrisa, satisfacción, tarea realizada, alegría inmensa. Y no  estamos frente al cofre de monedas de oro, ni nada que se le asemeje. Estamos ante una tapita de gaseosa, un burbujero viejo o una cajita de pastillitas que en su interior preservan algún papelito doblado en el que pondremos nuestro nombre y la fecha del hallazgo, mientras leemos cuando fue descubierto por última vez y cuanto hace que está oculto en ese lugar. En ese lugar de cualquiera de los países de nuestro ancho mundo.

Al pie de las torres Petronas


No entiendo como no están todos los seres humanos del mundo sumados a esta movida.


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